Me voy a la cama con la imagen de quién lo ha perdido todo dando vueltas en mi cabeza. Con la imagen de quién ha comprendido que lo pequeño, lo insignificante, lo mínimo, lo es a veces todo. La imagen de esa mujer que llora entre destrozada e inmensamente feliz porque los bomberos han conseguido recuperar de entre los escombros a los que en un nefasto segundo ha quedado reducida su vida, un anillo, su anillo.
Y vuelvo a pensar en muchas cosas. Sigo haciendo listas mentales de qué sería lo que me llevaría conmigo si algún día tuviera que abandonar mi casa, mi todo, antes de que las llamas me devoraran a mí también y estúpidamente creo que lo tengo todo controlado. Mi lista está perfectamente ordenada, todo a mano y listo para ser recogido y llevado en ese segundo que lo cambiaría todo.
Y entonces, la veo a ella. La veo llorar agradecida por ese diminuto e insignificante testigo de su otra vida recuperado y me doy cuenta de que a mi lista le sobran cosas y le falta cordura. Le sobran fingidas necesidades y le falta pensar en el pánico y la fragilidad del instante en que se descubre que ya no tienes nada.